martes, 29 de mayo de 2012

Bajos fondos de un barrio potosino




Me encuentro en el Eje Vial, una avenida donde se encuentra el mayor número de comercios formales e informales, atraviesa el centro histórico hasta llegar a la Alameda Juan Sarabia. En ella se encuentran desde comedores familiares, lavanderías, imprentas, peluquerías, panaderías, tiendas de abarrotes, tapicerías, farmacias, restaurantes, papelerías, funerarias, gimnasios, hasta carretas repletas de fruta podrida. Asimismo, se ubican instituciones policiales, casas de citas y risueñas meretrices bruñidas de colores escandalosos con sus medias y zapatos desgastados. Es en esta misma avenida donde se encuentra el edificio de Seguridad Pública que muestra sus histerias colectivas cada ocasión que se presenta un hecho criminal. No importa, porque una improvisada arena de lucha libre aparece entre ellos; el pancracio luce esplendido frente a los ojos atónitos de un cúmulo de enmascarados, la mayoría son niños que no sobrepasan la edad de diez años.
No obstante ello la prostitución de homosexuales, transexuales y mujeres en ésta transitada avenida ha tenido un rechazo social sin precedentes, no se trata de esquivar ésta lamentable realidad sino confrontarla. En éste espacio público la trata de personas, el turismo y explotación sexual es una constante de día y noche. Asimismo, existen casas de citas o centros nocturnos donde la variedad estriba en un cúmulo de chicas llevando a cabo la exaltación de las pasiones humanas actuadas a partir de un baile concupiscente, despojándose poco a poco de sus atavíos. Es aquí donde existe el mayor número de consumidores, sobre todo en las noches es cuando se deja sentir plenamente el carácter más deprimente y perverso de estos prostíbulos. Lo cierto es que la fuerte demanda por estos servicios ha propiciado que en los últimos años exista una proliferación y afición por éste tipo de lugares, la idea de acabar con ello parece tan ilusoria como risible.
Las calles están tapizadas por baldosas opacadas por los años, sus casas son viejas y sombrías, sus mercados de carnes, vegetales, frutas y fierros viejos son espléndidos. Existe toda clase de compradores recorriendo cada pasillo del mercado La República, los elogios de los carniceros que, con sus voces lúgubres, exhortan a comprar vísceras bovinas mientras los cadáveres rebosan colgados de un gancho despojados de su piel.
En la ala norte se ubican los comedores, las extensas filas de mesas y sillas son evidentes, las cocineras son las encargadas de convencerte a ingerir algún bocado en sus respectivos establecimientos, algunas impregnadas de condimentos en sus delantales otras con la grasa en el cabello vociferan a los famélicos comida barata; menudo, tacos, gorditas, enchiladas, barbacoa, chalupas, etc. En éste mismo lugar los conjuntos musicales compuestos por tres o cuatro integrantes circundan las instalaciones para interpretar la melodía que solicite algún tragaldabas.
Los rostros son desencajados, las miradas taciturnas, los cuerpos siempre embarrados unos con otros, las sonrisas esbozan sarcasmo y los cuerpos humedecidos por el sudor, se desplazan a velocidad angustiante sin dejar de encomendarse a la Santa Muerte, que ostenta un lugar privilegiado en cada establecimiento de productos santeros ya sea para la suerte, el amor, la protección, la fortuna, la vida y un sinnúmero de necesidades materiales y espirituales.
Las cantinas se encuentran con las puertas abiertas de par en par colmadas de bicicletas alineadas encadenadas a las protecciones, estos lugares han sido los escenarios donde las balas dejan torrentes de sangre por todo el lugar sin que esto influya demasiado entre sus asiduos comensales; los santos bebedores. Quienes prefieren refugiarse en el vino y pasar más tiempo en la cantina que en su casa.
En el mercado 16 de Septiembre, a unos cuantos metros del República, es el lugar donde se puede adquirir cualquier herramienta nueva, usada o robada. Además, es terminal de autobuses donde arriban decenas de habitantes de los municipios aledaños en busca de algo. ¿Qué puede ser? Lo ignoro. Es para volverse locos. En sus locales existe de todo; ropa de segunda mano, herramientas, partes automotrices, abarrotes, pornografía, billetes antiguos, antigüedades, revistas y libros. Empero, se halla uno que marca la diferencia lo conocen como La Montaña de Papel, lo atiende un poeta consumado por los vicios de una sociedad perturbada.
El acceso principal siempre está atiborrada de vendedores de atavíos, películas y canciones piratas, en la entrada trasera la resguardan jóvenes precoces que, como si fueran centinelas de un presidio, se mantienen hechos un manojo de nervios observando a los clientes mientras atenúan su malestar con un porro de mariguana que fuman estoicos, imperturbables. Dicha entrada colinda con la calle Moctezuma donde las mujeres, sin dar muestras de pudor alguno, salen con blusas transparentes, sin brasier, mostrando con arrogancia sus pechos y pezones hinchados. No importa porque están acostumbradas a romper medio boca sin el menor remordimiento a quien les falte al respeto. Es el lenguaje amargo de las calles.
Me traslado por la legendaria calle mi destino es el jardín de Tlaxcala, la desolación se instala en cada farol, los lavacoches se adueñan de los espacios públicos para sobrevivir, los niños ofrecen gomas de mascar o mendigan bajo la excusa de ajustar el pasaje para regresar a su terruño, las niñas están con sus madres en cada semáforo esbozando una amargura interminable en sus rostros. Los menos afortunados derribados en las banquetas inhalando a través de un pedazo de tela diluyente o pegamento amarillo sonríen como querubines. 
Algunos de ellos viven en vecindades que fácilmente se pueden ubicar en el primer cuadro del centro histórico. En estos reducidos espacios habitacionales sobresale un amplio patio que comparten entre si sus moradores, las paredes exhalan un olor fétido como a colchón enmohecido por orines de gato, el inodoro lo comparten, las habitaciones son diminutas pero no importa. En cada apartamento aguarda un carrito para vender, globos, fritangas, elotes, papás fritas, hot cakes, tacos, etc. Sin embargo, existen familias que han dedicado su vida entera adiestrando a su descendencia en la preparación de mantecados de gran aceptación entre los habitantes.
Antes de arribar al templo me traslado por una calle donde se ha evidenciado que una de las manifestaciones de solidaridad entre sus habitantes, principalmente los jóvenes, ha sido la música sonidera que ha marcado a más de dos generaciones musicalmente hablando. Kiss Sound es un colectivo integrado por hermanos y amigos cercanos que gustan de mezclar canciones norteñas, colombianas y cumbias. Es característico que una voz cavernosa anuncie a cada minuto saludos especiales para la banda bajo su apodo para guardar el anonimato y fortalecer la identidad grupal de la pandilla.
En los bailes sonideros se puede uno percatar la importancia que tiene para muchos jóvenes éste tipo de música no sólo es un integrador social sino también una forma de manifestar su individualidad a partir de pasos o coreografías improvisadas para iniciar una confrontación que en pocos casos terminan en los golpes. Es también una forma de conquistar chicas que en esos lugares tropiezan con su media naranja, las sonrisas que dibujan estimulan el afecto y reciprocidad. 
Ahora me encuentro en el jardín de Tlaxcala donde los árboles son enormes, no existe quiosco ni mucho menos un monumento de bronce que evoque la historia patria. En la calle aledaña las paredes lucen pintarrajeadas por las pandillas que allí merodean con parsimonia. Es también un punto donde los manifestantes se encuentran para congestionar la ciudad y llevar sus reclamos a las instituciones gubernamentales. No importa porque ahora me encuentro aguardando la misa en honor a mi abuelo, espero que pronto llegue el resto de los que conforman mi familia, estoy exhausto y lo único que deseo es salir de aquí. Un panfleto en el piso del atrio que alude a visitar mi tierra versa: San Luis tiene lo que te gusta. 

viernes, 18 de mayo de 2012

El narcopoder, la enfermedad masiva y los tiempos difíciles


En la actualidad la nación mexicana se encuentra inmersa en un proceso social que ha vulnerado a gran parte de la sociedad debido a la violencia que se ha incrementado en estos últimos tiempos. La guerra declarada contra el narcotráfico tiene como propósito fundamental acabar con quienes hacen daño al país.

Es cierto que una vida sin estudios ni empleo ni futuro a estimulado en los últimos tiempos a más de un mexicano o mexicana a ganar dinero fácil, tener una vida sibarita y eludir a la justicia. El reclutamiento de jóvenes para alimentar las filas de la delincuencia organizada es más nutrido cada vez más. El desempleo, la falta de oportunidades académicas, culturales y físicas, ha propiciado que muchos de ellos ingresen a la mafia sin chistar. Arrojan todo por la ventana por un efímero tiempo de excesos, una eternidad en prisión o una muerte satisfecha. Lamentablemente he visto cómo las mentes más brillantes de mi generación se han arrebatado la vida a consecuencia de una sobredosis, o por el contrario; se encuentran pagando una condena en algún centro de readaptación por su complicidad con grupos narcotraficantes.

Actualmente la cifra aproximada es de poco más de sesenta mil muertos, los daños colaterales son aún más angustiantes, los enfrentamientos entre grupos criminales y militares no reprimen sus balas. El discurso oficial justifica su presencia en el poder, no confronta la realidad, hoy más que nunca se necesita educación y no de intestinas beligerancias. La perorata oficial adquiere, conforme transcurre el discurso, un tono de voz más elevado y agresivo cuando el mandatario recuerda toda manifestación civil contra la violencia. Para él no existe el pueblo ni las víctimas, todo se reduce al costo de la guerra. Una imagen desoladora se instala en mi mente cómodamente para perturbarme cada segundo que asimilo sus palabras: no existirá capitulación alguna. Con todo ello quiero decir que la búsqueda del bienestar o de un México mejor me hace suponer que todo está germinándose desde la inconformidad social, evocar el miedo, terror y ansiedad, que cada fin de semana sobrevivimos me lleva a situarme  dubitativo en que todo cambiara de rumbo, la intrusa calamidad muestra su verdadero rostro.
Lo cierto es que en estos tiempos ha surgido un movimiento que alude a la vida idealizada de un narcotraficante; canciones, lenguaje, atavíos, costumbres, ritos, devoción y un sinfín de actitudes retadoras. La reciente aparición de la enfermedad masiva o movimiento alterado, ha tenido mucha aceptación, manifestación de corte socio-cultural ha adquirido mayor relevancia en la costa del pacifico mexicano.
En sus videos se muestra que el principal rival a vencer son los militares mientras el polvo blanco, dinero, botellas de whisky, armas y mujeres sobran en las escenas. En cuanto a las mujeres que rodean a estos grupos son conocidas como las plebitas chacalosas, son bellas, con cuerpos bien definidos, atavíos sensuales con elementos de pedrería, uñas ornamentadas, siempre hilarantes, dispuestas a confrontar a la autoridad, independientes, bravas y sobre todo dispuestas a entregar la vida en un enfrentamiento.
Para el antropólogo Roger Bartra, la situación aumenta de complejidad debido a que los medios de comunicación masivos ejercen una inverosímil influencia en el modo de vida de la sociedad, para el autor de La jaula de la melancolía. Identidad y Metamorfosis del Mexicano, esta es una función legitimadora que “le imprime un dinamismo al poder, de manera que nos encontramos con la gestación constante de nuevas formas culturales.”[1]
El narcopoder difunde un estilo de gasto privado que se vuelve público, “el ofensivo y auto-apantallante desfile de residencias, joyas, automóviles inmensos, armas de alto poder, esclavas y relojes de oro, maletas colmadas de dólares, vedettes de opulencia anatómica, camionetas último modelo… todo lo que sus poseedores jamás hubiesen obtenido con su grado de escolarización y sus relaciones familiares.”[1] Tanto para los campesinos como a los pobres urbanos el narcotráfico les ofrece la movilidad social de un modo vertiginoso, este tipo de vida donde el dinero llega a raudales, las manías adquisitivas se vuelven primordiales y la técnica para decorarse más que para ataviarse de los narcos, “no sólo es ostentación (todo lo que relumbra es oro) sino el mensaje delirante a los ancestros que nunca salieron del agujero.”[2]
Esta imposición otorga el tono estrictamente social a las nuevas generaciones que se arrojan a la vida corta o a la prisión, la rebeldía ya no es sinónimo de resistencia, ni de lenguaje subversivo, ni mucho menos de manifestaciones sociales, políticas y culturales. Ahora todo se transgrede, la rebeldía ya no justifica ninguna ideología, ahora es la vida enconada la que sugiere pensar individualmente por el incierto destino que les depara. Es el Estado que se resiste a reconocer su error, nadie es culpable de la situación alarmante en el país, pero sí de una cierta complicidad por no enfrentar la desoladora cotidianidad mexicana que nos arrasa.
Hoy más que nunca entablar un decoroso diálogo con la realidad que vivimos es apremiante, reconocer que las políticas sociales han sido encaminadas por el camino más sinuoso no es asumir un acto de ingobernabilidad por el contrario sería un acto de honestidad. La inseguridad es un tema que hoy en día se impone pese a las iniciativas que pretenden eludirla. Los tiempos difíciles vienen acompañados de incertidumbre, la inseguridad avanza y la paz se vuelve turbia


[1] Arellano, Antonio, et-al. Fuera de la ley. La nota roja en México 1982-1990. Ed. Cal y Arena. 1993, pág. XIII México.
[2] Monsiváis, Carlos. Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México. Asociación Nacional del Libro, A.C. 2009, pág. 184. México.


[1] Bartra, Roger. La Jaula de la Melancolía Identidad y Metamorfosis del Mexicano. Ed. Grijalbo. 2007, pág. 169. México.

martes, 15 de mayo de 2012

La inevitable discrepancia sobre el chicle


Cada ocasión que mastico un chicle no dejo de sentir cierta inquietud por el destino que tendrá mi dentadura; acaso un par de dientes podridos que el odontólogo se encargará de sanar o simplemente una dolorosa mordida en mi lengua, como me ha sucedido en diversas ocasiones. A sabiendas de las consecuencias que sufrirá mi boca lo realizo de vez en cuando no para atenuar el mal aliento que produce ingerir un café o fumar un cigarrillo, sino para fortalecer mi quijada como las fauces de un cocodrilo.

Escribir sobre la goma de mascar parece algo inusual, estrafalario e hilarante, lo cierto es que nadie hasta el sol de hoy ha podido desprenderse de esa masa elástica que tu dentadura mastica torpemente hasta el cansancio. ¿Será inevitable para la humanidad vivir con un chicle en la boca? No lo sé. Finalmente el ser humano no sólo respira, observa, escucha, siente y saborea, sino también masca chicle; una parte inexorable de su cotidianidad. Durante mucho tiempo he presenciado cómo los seres humanos han encontrado en este producto un placer indescriptible como fatigante, mientras que para algunos ha sido un odioso enemigo a vencer al momento de desprenderlos de las bancas, aceras, muros, atavíos e infinidad de lugares inimaginables; para las manos adecuadas ha representado una salvación ya sea para pegar un papel a la pared, unir un plástico con otro, aislar cables, etc.

Mi relación con ésta golosina ha sido de total incertidumbre recordar cómo fui víctima de las innumerables telarañas que cubrieron mi cabeza durante mi niñez, como si fuera la red de un cocinero, no ha sido alentador. Las visitas al peluquero fueron constantes la única forma para lograr desprender la gomosa masa de mi cabellera era recortando la considerable parte perjudicada, mi aspecto siempre fue equiparable a la de una zanahoria mordida.

En cierta ocasión a bordo del transporte colectivo urbano atisbé cómo una decena de usuarios agitaban constantemente la mandíbula de arriba hacia abajo; unos de forma lenta, otros a velocidad angustiante. Hubo una pasajera en especial que llamó mi atención tanto por la pericia de formar ingentes bombas en sus labios, como por el desesperante ruido que emitía desde su boca. Su rostro esbozaba una singular mirada diabólica, mientras sus maxilares perversamente trataban de aniquilar la masa gomosa que vagaba entre sus dientes, me dio la impresión que en cualquier momento empezarían a sangrar sus encías.
En el momento menos inesperado sacó de su boca la pequeña esfera chiclosa para colocarla en la solapa de su blusa, se levantó del asiento se perfiló hacia la puerta trasera palpó en los bolsillos de su pantalón hasta encontrar un pequeño envoltorio de gomas de mascar introdujo una nueva tira a su boca y se apeó. Estimulado por el asombro no me había percatado de los nuevos tripulantes que, a la par de los que se encontraban viajando, también mascaban chicle, era como si una sinfonía de instrumentos elásticos ofreciera el concierto de su vida.

Ha sido tal el impacto del chicle en nuestra sociedad que existen convencionalismos sociales aceptables como: masticar el chicle con la boca cerrada; evitar mascarlo en el salón de clases; no escupirlo en la calle; y no sacarlo de tu boca para estirarlo. Tanto masca chicle el político, el narcotraficante, el empresario, el chofer, el académico, el obrero, la tortillera y la meretriz; como el religioso, el intelectual, el locutor, la cantante y el actor. Algo tan inevitable como necesario. ¿Acaso el chicle no es una herencia prehispánica que gracias a la fuerte demanda ha podido conservarse hasta nuestro días?

El período electoral que vivimos en la actualidad ha dado pauta para que los candidatos muestren sus personalidades en cualquier objeto, afortunadamente el chicle ha pasado por desapercibido por la clase política sino serían tan cínicos que buscarían la forma de aparecer en los paquetes para afinar la democracia desde la mascada. En cambio, en el amor -en una de sus manifestaciones más elocuentes- el chicle ha fungido un rol muy importante al momento de manifestarlo, cuántas parejas románticas no hemos presenciado intercambiando -intencionalmente o con alevosía- de boca a boca ésta golosina.

Ahora bien, existen imágenes estereotipadas en el mundo cinematográfico donde el chicle ha desempeñado un papel protagónico, sin él la actriz o el actor no tendrían credibilidad al momento de interpretar a un rebelde justiciero o a una vanidosa meretriz. En el mundo del deporte es aún más evidente cuántos futbolistas, beisbolistas, basquetbolistas, ciclistas… no aparecen a primer cuadro con el rostro destilado de sudor, con la mirada rígida como si estuvieran concentrados sin dejar de masticar chicle.
Lo cierto es que la fuerte demanda por el chicle ha estimulado a las empresas ofrecer a sus consumidores nuevos sabores -ya sea sin azúcar o con nicotina-, tamaños, formas y presentaciones. Incluso existen portentosas gomas de mascar capaces de eliminar hasta el último aliento. En un artículo poco conocido y viejo en sí mismo ubicaba a México como el segundo país consumidor de goma de mascar en el mundo, lo que representaba para las autoridades una amenaza para sus habitantes. No obstante ello, los altos mandos de salud advirtieron que mascar chicle no sólo representaba un riesgo para las millones de dentaduras en el país, sino que a la brevedad se convertiría en contrariedad para los gobiernos, puesto que la inversión para desprender los chicles adheridos a la superficie tendría un costo significante. Además, que cada chicle mascado representa un cúmulo de bacterias y enfermedades para la ciudadanía.
No importa, porque cada vez son más quienes destinan una fracción considerable de su dinero en una práctica tan común como indispensable. Una clara dependencia a la goma de mascar. A quién le importa tener caries mientras puedas atenuar un poco el hambre, la angustia, la consternación, la amargura y el sufrimiento. Finalmente el chicle se apropia del temperamento humano, hace funcionar la vida.