martes, 15 de mayo de 2012

La inevitable discrepancia sobre el chicle


Cada ocasión que mastico un chicle no dejo de sentir cierta inquietud por el destino que tendrá mi dentadura; acaso un par de dientes podridos que el odontólogo se encargará de sanar o simplemente una dolorosa mordida en mi lengua, como me ha sucedido en diversas ocasiones. A sabiendas de las consecuencias que sufrirá mi boca lo realizo de vez en cuando no para atenuar el mal aliento que produce ingerir un café o fumar un cigarrillo, sino para fortalecer mi quijada como las fauces de un cocodrilo.

Escribir sobre la goma de mascar parece algo inusual, estrafalario e hilarante, lo cierto es que nadie hasta el sol de hoy ha podido desprenderse de esa masa elástica que tu dentadura mastica torpemente hasta el cansancio. ¿Será inevitable para la humanidad vivir con un chicle en la boca? No lo sé. Finalmente el ser humano no sólo respira, observa, escucha, siente y saborea, sino también masca chicle; una parte inexorable de su cotidianidad. Durante mucho tiempo he presenciado cómo los seres humanos han encontrado en este producto un placer indescriptible como fatigante, mientras que para algunos ha sido un odioso enemigo a vencer al momento de desprenderlos de las bancas, aceras, muros, atavíos e infinidad de lugares inimaginables; para las manos adecuadas ha representado una salvación ya sea para pegar un papel a la pared, unir un plástico con otro, aislar cables, etc.

Mi relación con ésta golosina ha sido de total incertidumbre recordar cómo fui víctima de las innumerables telarañas que cubrieron mi cabeza durante mi niñez, como si fuera la red de un cocinero, no ha sido alentador. Las visitas al peluquero fueron constantes la única forma para lograr desprender la gomosa masa de mi cabellera era recortando la considerable parte perjudicada, mi aspecto siempre fue equiparable a la de una zanahoria mordida.

En cierta ocasión a bordo del transporte colectivo urbano atisbé cómo una decena de usuarios agitaban constantemente la mandíbula de arriba hacia abajo; unos de forma lenta, otros a velocidad angustiante. Hubo una pasajera en especial que llamó mi atención tanto por la pericia de formar ingentes bombas en sus labios, como por el desesperante ruido que emitía desde su boca. Su rostro esbozaba una singular mirada diabólica, mientras sus maxilares perversamente trataban de aniquilar la masa gomosa que vagaba entre sus dientes, me dio la impresión que en cualquier momento empezarían a sangrar sus encías.
En el momento menos inesperado sacó de su boca la pequeña esfera chiclosa para colocarla en la solapa de su blusa, se levantó del asiento se perfiló hacia la puerta trasera palpó en los bolsillos de su pantalón hasta encontrar un pequeño envoltorio de gomas de mascar introdujo una nueva tira a su boca y se apeó. Estimulado por el asombro no me había percatado de los nuevos tripulantes que, a la par de los que se encontraban viajando, también mascaban chicle, era como si una sinfonía de instrumentos elásticos ofreciera el concierto de su vida.

Ha sido tal el impacto del chicle en nuestra sociedad que existen convencionalismos sociales aceptables como: masticar el chicle con la boca cerrada; evitar mascarlo en el salón de clases; no escupirlo en la calle; y no sacarlo de tu boca para estirarlo. Tanto masca chicle el político, el narcotraficante, el empresario, el chofer, el académico, el obrero, la tortillera y la meretriz; como el religioso, el intelectual, el locutor, la cantante y el actor. Algo tan inevitable como necesario. ¿Acaso el chicle no es una herencia prehispánica que gracias a la fuerte demanda ha podido conservarse hasta nuestro días?

El período electoral que vivimos en la actualidad ha dado pauta para que los candidatos muestren sus personalidades en cualquier objeto, afortunadamente el chicle ha pasado por desapercibido por la clase política sino serían tan cínicos que buscarían la forma de aparecer en los paquetes para afinar la democracia desde la mascada. En cambio, en el amor -en una de sus manifestaciones más elocuentes- el chicle ha fungido un rol muy importante al momento de manifestarlo, cuántas parejas románticas no hemos presenciado intercambiando -intencionalmente o con alevosía- de boca a boca ésta golosina.

Ahora bien, existen imágenes estereotipadas en el mundo cinematográfico donde el chicle ha desempeñado un papel protagónico, sin él la actriz o el actor no tendrían credibilidad al momento de interpretar a un rebelde justiciero o a una vanidosa meretriz. En el mundo del deporte es aún más evidente cuántos futbolistas, beisbolistas, basquetbolistas, ciclistas… no aparecen a primer cuadro con el rostro destilado de sudor, con la mirada rígida como si estuvieran concentrados sin dejar de masticar chicle.
Lo cierto es que la fuerte demanda por el chicle ha estimulado a las empresas ofrecer a sus consumidores nuevos sabores -ya sea sin azúcar o con nicotina-, tamaños, formas y presentaciones. Incluso existen portentosas gomas de mascar capaces de eliminar hasta el último aliento. En un artículo poco conocido y viejo en sí mismo ubicaba a México como el segundo país consumidor de goma de mascar en el mundo, lo que representaba para las autoridades una amenaza para sus habitantes. No obstante ello, los altos mandos de salud advirtieron que mascar chicle no sólo representaba un riesgo para las millones de dentaduras en el país, sino que a la brevedad se convertiría en contrariedad para los gobiernos, puesto que la inversión para desprender los chicles adheridos a la superficie tendría un costo significante. Además, que cada chicle mascado representa un cúmulo de bacterias y enfermedades para la ciudadanía.
No importa, porque cada vez son más quienes destinan una fracción considerable de su dinero en una práctica tan común como indispensable. Una clara dependencia a la goma de mascar. A quién le importa tener caries mientras puedas atenuar un poco el hambre, la angustia, la consternación, la amargura y el sufrimiento. Finalmente el chicle se apropia del temperamento humano, hace funcionar la vida.    

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