Cada ocasión que mastico un
chicle no dejo de sentir cierta inquietud por el destino que tendrá mi
dentadura; acaso un par de dientes podridos que el odontólogo se encargará de sanar
o simplemente una dolorosa mordida en mi lengua, como me ha sucedido en
diversas ocasiones. A sabiendas de las consecuencias que sufrirá mi boca lo
realizo de vez en cuando no para atenuar el mal aliento que produce ingerir un
café o fumar un cigarrillo, sino para fortalecer mi quijada como las fauces de
un cocodrilo.
Escribir sobre la goma de
mascar parece algo inusual, estrafalario e hilarante, lo cierto es que nadie hasta
el sol de hoy ha podido desprenderse de esa masa elástica que tu dentadura mastica
torpemente hasta el cansancio. ¿Será inevitable para la humanidad vivir con un
chicle en la boca? No lo sé. Finalmente el ser humano no sólo respira, observa,
escucha, siente y saborea, sino también masca chicle; una parte inexorable de
su cotidianidad. Durante mucho tiempo he presenciado cómo los seres humanos han
encontrado en este producto un placer indescriptible como fatigante, mientras
que para algunos ha sido un odioso enemigo a vencer al momento de desprenderlos
de las bancas, aceras, muros, atavíos e infinidad de lugares inimaginables;
para las manos adecuadas ha representado una salvación ya sea para pegar un
papel a la pared, unir un plástico con otro, aislar cables, etc.
Mi relación con ésta
golosina ha sido de total incertidumbre recordar cómo fui víctima de las
innumerables telarañas que cubrieron mi cabeza durante mi niñez, como si fuera
la red de un cocinero, no ha sido alentador. Las visitas al peluquero fueron
constantes la única forma para lograr desprender la gomosa masa de mi cabellera
era recortando la considerable parte perjudicada, mi aspecto siempre fue
equiparable a la de una zanahoria mordida.
En cierta ocasión a bordo del
transporte colectivo urbano atisbé cómo una decena de usuarios agitaban constantemente
la mandíbula de arriba hacia abajo; unos de forma lenta, otros a velocidad
angustiante. Hubo una pasajera en especial que llamó mi atención tanto por la
pericia de formar ingentes bombas en sus labios, como por el desesperante ruido
que emitía desde su boca. Su rostro esbozaba una singular mirada diabólica, mientras
sus maxilares perversamente trataban de aniquilar la masa gomosa que vagaba
entre sus dientes, me dio la impresión que en cualquier momento empezarían a
sangrar sus encías.
En el momento menos
inesperado sacó de su boca la pequeña esfera chiclosa para colocarla en la
solapa de su blusa, se levantó del asiento se perfiló hacia la puerta trasera
palpó en los bolsillos de su pantalón hasta encontrar un pequeño envoltorio de
gomas de mascar introdujo una nueva tira a su boca y se apeó. Estimulado por el
asombro no me había percatado de los nuevos tripulantes que, a la par de los
que se encontraban viajando, también mascaban chicle, era como si una sinfonía
de instrumentos elásticos ofreciera el concierto de su vida.
Ha sido tal el impacto del
chicle en nuestra sociedad que existen convencionalismos sociales aceptables como:
masticar el chicle con la boca cerrada; evitar mascarlo en el salón de clases; no
escupirlo en la calle; y no sacarlo de tu boca para estirarlo. Tanto masca
chicle el político, el narcotraficante, el empresario, el chofer, el académico,
el obrero, la tortillera y la meretriz; como el religioso, el intelectual, el
locutor, la cantante y el actor. Algo tan inevitable como necesario. ¿Acaso el
chicle no es una herencia prehispánica que gracias a la fuerte demanda ha
podido conservarse hasta nuestro días?
El período electoral que
vivimos en la actualidad ha dado pauta para que los candidatos muestren sus
personalidades en cualquier objeto, afortunadamente el chicle ha pasado por
desapercibido por la clase política sino serían tan cínicos que buscarían la
forma de aparecer en los paquetes para afinar la democracia desde la mascada. En
cambio, en el amor -en una de sus manifestaciones más elocuentes- el chicle ha
fungido un rol muy importante al momento de manifestarlo, cuántas parejas
románticas no hemos presenciado intercambiando -intencionalmente o con
alevosía- de boca a boca ésta golosina.
Ahora bien, existen imágenes
estereotipadas en el mundo cinematográfico donde el chicle ha desempeñado un
papel protagónico, sin él la actriz o el actor no tendrían credibilidad al
momento de interpretar a un rebelde justiciero o a una vanidosa meretriz. En el
mundo del deporte es aún más evidente cuántos futbolistas, beisbolistas,
basquetbolistas, ciclistas… no aparecen a primer cuadro con el rostro destilado
de sudor, con la mirada rígida como si estuvieran concentrados sin dejar de
masticar chicle.
Lo cierto es que la fuerte
demanda por el chicle ha estimulado a las empresas ofrecer a sus consumidores
nuevos sabores -ya sea sin azúcar o con nicotina-, tamaños, formas y
presentaciones. Incluso existen portentosas gomas de mascar capaces de eliminar
hasta el último aliento. En un artículo poco conocido y viejo en sí mismo
ubicaba a México como el segundo país consumidor de goma de mascar en el mundo,
lo que representaba para las autoridades una amenaza para sus habitantes. No
obstante ello, los altos mandos de salud advirtieron que mascar chicle no sólo
representaba un riesgo para las millones de dentaduras en el país, sino que a
la brevedad se convertiría en contrariedad para los gobiernos, puesto que la
inversión para desprender los chicles adheridos a la superficie tendría un
costo significante. Además, que cada chicle mascado representa un cúmulo de
bacterias y enfermedades para la ciudadanía.
No importa, porque cada vez
son más quienes destinan una fracción considerable de su dinero en una práctica
tan común como indispensable. Una clara dependencia a la goma de mascar. A
quién le importa tener caries mientras puedas atenuar un poco el hambre, la angustia,
la consternación, la amargura y el sufrimiento. Finalmente el chicle se apropia
del temperamento humano, hace funcionar la vida.
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