viernes, 9 de noviembre de 2012

Etnografía urbana



Las ciudades del norte del país son tímidas si se comparan con las del sur, en sus calles se puede respirar ese extraño olor a pólvora quemada que se extiende desoladoramente por todos los parajes. No es de extrañar que en estos tiempos la humanidad se encuentre sumergida en lo más profundo del desasosiego, sería raro vivir en una plenitud placentera donde la cordialidad fuese un convencionalismo propio de una sociedad educada civilmente.
El paisaje urbano ha ido transformándose cada vez más por las exigencias de la sociedad; edificar diminutas casas que sólo pueden ser habitadas por familias de suricatos y ubicarlas lo más cerca de los centros de trabajo obedece más a los intereses de los empresarios que a las necesidades de sus trabajadores. Este comentario me puede llevar al patibulario, se me consideraría un ser que va en contra del progreso, pero acaso crear colonias populares fuera de la mancha urbana con cierta colindancia con unos de los corredores industriales y transnacionales más importantes del país no tiene algo de perverso. El sector obrero ocupa hoy en día el lado oriente de la capital, la cercanía de sus hogares con dicha zona es estratégica, pues ellos satisfacen y cumplen con sus actividades laborales en la zona industrial. Esto se puede resumir en una segregación social. No sólo carecen de servicios básicos, sino también de seguridad, oportunidades académicas y médicas. Una condena al fracaso.
Por el contrario en el lado poniente de la ciudad los cerros han sido modificados para construir residencias, centros hospitalarios, centros comerciales y colegios de gran prestigio a nivel nacional. En sus ascendentes calles de portentosos pavimentos, como si fueran enjambres, no existe inseguridad ni mucho menos hambre. Es un paisaje desigual que ha impactado la perspectiva de los viejos habitantes que realizaban expediciones antes de que se edificaran aquellos complejos habitacionales.
En el ocaso de una ciudad enfurecida que se erige sobre cadáveres cientos de luces se muestran desde los cerros como si fueran luciérnagas gigantes abrazando a una ciudad colapsada. Es una ciudad de Henry Miller:<< Aquella que retoña como un enorme organismo enfermo por todas sus partes, y las avenidas magníficas son algo menos repulsivas simplemente porque les han quitado la pus>>. En el norte de la ciudad esta Tlaxcala que colinda con Santiago, son siete en total los que otorgan identidad a los potosinos: Montecillo, San Sebastián, Tequisquiapan, San Miguelito y San Juan de Guadalupe. Lo franquea un río que en temporada de lluvias se vierte desquiciadamente sobre sus placas de cemento hidráulico, en tiempo de sequía se conoce como Boulevard Río Santiago. A sus costados el ferrocarril puede escucharse notoriamente cada ocasión que arriba a la Casa Redonda, la mayoría del cargamento son oníricos migrantes con deseos de atenuar la distancia para llegar al país del norte. Recomposición familiar de tres parentelas potosinas transnacionales es la tesis de la antropóloga Nelly López donde argumenta que la migración hacia Estados Unidos se vive y asimila de distintas maneras, un factor clave que hace de la ciudad un espacio multicultural, también es un vasto ambiente para analizar las diversas situaciones que se dan dentro del marco urbano que nos permite acercarnos a una infinidad de perspectivas.
Las calles están tapizadas de baldosas opacadas por los años, sus casas son viejas y sombrías, sus mercados de carnes, vegetales, frutas y fierros viejos son espléndidos. Existe toda clase de compradores recorriendo cada pasillo del mercado La República tratando de asordinar los elogios de los carniceros que, con sus voces cavernosas, exhortan a comprar vísceras bovinas mientras rebosan los cadáveres colgados de un gancho despojados de su piel.
En la ala norte se ubican los comedores, las extensas filas de mesas y sillas son evidentes,  las cocineras son las encargadas de convencerte a ingerir algún bocado en sus respectivos establecimientos, algunas impregnadas de condimentos en sus delantales otras con la grasa en el cabello vociferan a los famélicos comida barata; menudo, tacos, gorditas, enchiladas, barbacoa, chalupas, etc. En este mismo lugar los conjuntos musicales compuestos por tres o cuatro integrantes circundan las instalaciones para interpretar la melodía que solicite algún tragaldabas.
Los rostros son desencajados, las miradas taciturnas, los cuerpos siempre embarrados unos con otros, las sonrisas esbozan sarcasmo y los cuerpos humedecidos por el sudor se desplazan a velocidad angustiante encomendados a la Santa Muerte, que ostenta un lugar privilegiado en cada establecimiento de productos santeros ya sea para la suerte, el amor, la protección, la fortuna, la vida y un sinnúmero de necesidades materiales y espirituales.
Las cantinas de los alrededores están con las puertas abiertas de par en par colmadas de bicicletas alineadas con cadenas en las protecciones, estos lugares han sido los escenarios donde las balas dejan torrentes de sangre sobre el piso, sin que esto influya demasiado entre sus asiduos comensales; los santos bebedores. Quienes prefieren refugiarse en el vino y pasar más tiempo en la cantina que en su casa, una invitación a la demencia.
Para Guillermo Fadanelli en sus Plegarias de un inquilino, considera que los bebedores extremos pueden llegar a ser santos porque en su alucinación alcohólica traspasan puertas, vislumbran otras realidades o, al menos, salen de sus casas a mirar la muerte. Y concluye, que para los borrachos sin prejuicio así como “el santo bebedor, como el religioso o el artista romántico, se reserva para sí el misterio, el aura que rodea una experiencia que no puede ser simulada... si lo que tratan de hacer los ebrios es abandonar el mundo real mediante el olvido consciente; abandonar el mundo trastornando la memoria [tiene sentido]”. Para El hombre mediocre de José Ingenieros; merecido o no, el éxito es el alcohol de los que combaten: “el espíritu se aviene a él insensiblemente; después se convierte en imprescindible necesidad.” Lo único difícil de embriagarse es iniciar con la costumbre algo imposible de eludir, como en todos los vicios.

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