lunes, 22 de octubre de 2012

Tierra de muertos


Han pasado veinte años desde que feneció mi bisabuela y parece ser que los recuerdos que poseo se desvanecen conforme pasa el tiempo, como si el barlovento del norte erosionara sin en el menor escrúpulo mi pasado. De pie frente a la tumba de ella reviven sus regaños, sus amenazas, sus insultos y sobre todo sus cariños. Desde muy joven tuvo que migrar de Papantla, Veracruz, hacia San Luis Potosí más por una cuestión sentimental que por necesidad, gracias a los conocimientos gastronómicos que había adquirido en su pueblo natal le permitió encontrar trabajo como cocinera en un modesto restaurante de la carretera 57. El padre de sus hijos un viejo ferrocarrilero que la sedujo prometiéndole matrimonio la olvidó después de que ella se entregara en cuerpo y alma. Hasta que un día cansada por la incertidumbre decidió buscar al padre de su primogénito para que respondiera como ordenaban las costumbres de su terruño:<<Si no se casan al menos que reconozcan a sus hijos>>.  Instalada en el desasosiego mi bisabuela decidió permanecer en tierras potosinas con la esperanza de que algún día recapacitaría <<aquel viejo bribón>>, como solía llamarlo.

En la sala de mi apartamento conservo una fotografía de ella cuando era joven su atractivo no tenía punto de comparación, su elegante peinado y su tierna mirada fueron los elementos necesarios para ser captada por una rudimentaria cámara fotográfica, como si estuviera platicando desenfadada con alguien. No dejo de pensar en el destino, mi bisabuela se aferró a una idea a un capricho de los tantos que tuvo en el último lustro de su vida que mudarnos de aquella casa tan enorme no fue una decisión prudente. La tristeza que embargó las cuatro paredes a raíz de nuestra mudanza fue el aliciente de sus peores presagios que poco tenían que ver con su longeva vida.

La antigua casa que habitamos se encuentra en la calle Ignacio M. Altamirano, también conocida como el Callejón del Buche. La cercanía con el templo de Tlaxcala hacía más angustiante nuestra residencia en ese lugar: los constantes repiques, los pasos presurosos de las beatas y los pormenores halagos hacia mí madre, adquirieron un semblante alarmante para mi padre.

La vida en el centro histórico durante el día estaba cohesionada en torno a los numerosos comercios ambulantes, humildes comedores, clandestinas licorerías, casas de citas y burdeles. Aunque nunca había oído queja alguna sobre ello, no fue hasta que escuché las noctívagas risotadas femeninas que se filtraron por la ventana de mi habitación una noche de otoño. La música de una mal afinada orquesta interpretaba canciones idílicas sobre meretrices renuentes al amor verdadero mientras una voz cavernosa anunciaba cada hora a partir de la media noche la variedad para el próximo fin de semana estimulando una enloquecida concupiscencia entre los comensales por la vida nocturna. En el momento que el Salón México abría sus puertas la calle lucía más atractiva y segura, solo era necesario caminar unos cuantos metros sobre Eje Vial para encontrarse con el cabaret.

Tuvieron que pasar varios meses para familiarizarme con los escándalos que se suscitaban en la calle, desde mi ventana oteaba a los clientes que entraban al cabaret con cierto misterio saludando efusivamente al guardia de la entrada mientras lanzaban un vistazo hacia el interior del establecimiento para cerciorarse del buen ambiente que garantizaban los empresarios del lugar. Todo era un tanto intrigante.

Un día decidí despertar más temprano de lo habitual para ir a la escuela, encontré en la calle algunos asiduos clientes saliendo del cabaret abotagados por el sudor y con claras muestras de dipsomanía. Conforme avanzaban el mareo producto del licor era evidente se abalanzaban hacía la pared de alguna modesta casa afianzando cada paso sobre el adoquín jadeando como el resuello de un violento homínido. Había perdido toda noción de lo que antes era aquella calle embadurnada de excremento, tapizada de violentos vómitos, humedecida por indulgentes micciones e impregnada por un tortuoso olor que destilaba el cabaret: una rara mezcla de licor de uva con desinfectante para sanitarios. Un día amanecieron en la puerta de la casa huellas dactilares ensangrentadas que se desplazaban de un lado a otro como si fuera el zarpazo de un oso.

 Durante los fines de semana se instalaron interminables filas de taxis invadiendo las adoquinadas aceras en espera de algún cliente, a ello debo agregar la proliferación de modestos establecimientos culinarios en cada esquina para atenuar las necesidades famélicas que pudieran suscitarse. Aunque en un inicio los vendedores de flores fueron los que controlaron el comercio informal, al poco tiempo llegaron todo tipo de personas ofreciendo relojes baratos, mariguana, cocaína y meretrices.

El éxito del cabaret radicaba en un espectáculo femenino que según mi padre contaba en reiteradas ocasiones a su mejor amigo apodado El Diablo:<<Hay una dama que se quita la ropa mientras baila indecentemente>>. Me resultaba difícil simular tranquilidad durante las inusitadas visitas de los compañeros de trabajo de mi padre no había fin de semana que no llegaran con el pretexto de una necesidad execrable o realizar una llamada telefónica. Hubo un día donde el zaguán y pasillo principal de la casa estaba tan congestionado que no cabía un alfiler, dudo mucho que las pláticas de mi padre fueran el pretexto para visitarlo los fines de semana. Todo esto tenía que ver con el cabaret. Muchos de ellos engañaban a sus esposas argumentando resolver asuntos del trabajo. ¿Qué se puede atender en una modesta casa los asuntos relacionados con la reparación de la vía del ferrocarril? Empero, llegaría el día donde mi bisabuela haciendo uso de su edad y soez vocabulario echó a cada uno de ellos a la calle.

Ahora que me encuentro en la tierra de los muertos rodeado de sepulturas de cantera rosa oscurecida por el tiempo casi todas ellas pertenecientes a familias adineradas decimonónicas comprendí el empecinamiento de mi bisabuela por adquirir a como diera lugar ese lote para ser sepultada tres metros bajo tierra a un costado de Arturo Castillo, sí de aquel viejo bribón. Lo que siempre anheló en vida solo en la muerte consiguió.

El cielo empezó a oscurecerse de forma angustiante haciendo más dramática mi estancia en el cementerio que de vez en cuando mostraba sus eléctricas venas azuladas dotando a las tumbas de sombras espeluznantes. Un aguador de los que predominan en todos los camposantos llegó con una carga de agua para vaciarla sin el más mínimo respeto sobre la lápida de Gabina Marques, como se llamaba mi bisabuela. De un movimiento resuelto vertí un balde de agua en los floreros hasta hacerlos arrojar los embalsamados insectos que el tiempo había sepultado, deposité dos ramos de sus flores preferidas tratando de emperifollar su tumba como siempre quiso que se mantuviera. El breve tiempo que pasé frente a su lapida recordando su ser me inundaron de una indescriptible sensación de taciturna alegría.  

 

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