Han pasado veinte años desde que
feneció mi bisabuela y parece ser que los recuerdos que poseo se desvanecen
conforme pasa el tiempo, como si el barlovento del norte erosionara sin en el
menor escrúpulo mi pasado. De pie frente a la tumba de ella reviven sus
regaños, sus amenazas, sus insultos y sobre todo sus cariños. Desde muy joven
tuvo que migrar de Papantla, Veracruz, hacia San Luis Potosí más por una
cuestión sentimental que por necesidad, gracias a los conocimientos
gastronómicos que había adquirido en su pueblo natal le permitió encontrar
trabajo como cocinera en un modesto restaurante de la carretera 57. El padre de
sus hijos un viejo ferrocarrilero que la sedujo prometiéndole matrimonio la
olvidó después de que ella se entregara en cuerpo y alma. Hasta que un día
cansada por la incertidumbre decidió buscar al padre de su primogénito para que
respondiera como ordenaban las costumbres de su terruño:<<Si no se casan
al menos que reconozcan a sus hijos>>. Instalada en el desasosiego
mi bisabuela decidió permanecer en tierras potosinas con la esperanza de que
algún día recapacitaría <<aquel viejo bribón>>, como solía
llamarlo.
En la sala de mi apartamento conservo
una fotografía de ella cuando era joven su atractivo no tenía punto de
comparación, su elegante peinado y su tierna mirada fueron los elementos
necesarios para ser captada por una rudimentaria cámara fotográfica, como si
estuviera platicando desenfadada con alguien. No dejo de pensar en el destino,
mi bisabuela se aferró a una idea a un capricho de los tantos que tuvo en el
último lustro de su vida que mudarnos de aquella casa tan enorme no fue una
decisión prudente. La tristeza que embargó las cuatro paredes a raíz de nuestra
mudanza fue el aliciente de sus peores presagios que poco tenían que ver con su
longeva vida.
La antigua casa que habitamos se
encuentra en la calle Ignacio M. Altamirano, también conocida como el Callejón
del Buche. La cercanía con el templo de Tlaxcala hacía más angustiante nuestra
residencia en ese lugar: los constantes repiques, los pasos presurosos de las
beatas y los pormenores halagos hacia mí madre, adquirieron un semblante
alarmante para mi padre.
La vida en el centro histórico
durante el día estaba cohesionada en torno a los numerosos comercios
ambulantes, humildes comedores, clandestinas licorerías, casas de citas y
burdeles. Aunque nunca había oído queja alguna sobre ello, no fue hasta que
escuché las noctívagas risotadas femeninas que se filtraron por la ventana de
mi habitación una noche de otoño. La música de una mal afinada orquesta
interpretaba canciones idílicas sobre meretrices renuentes al amor verdadero
mientras una voz cavernosa anunciaba cada hora a partir de la media noche la
variedad para el próximo fin de semana estimulando una enloquecida concupiscencia
entre los comensales por la vida nocturna. En el momento que el Salón México abría sus puertas la calle lucía más
atractiva y segura, solo era necesario caminar unos cuantos metros sobre Eje
Vial para encontrarse con el cabaret.
Tuvieron que pasar varios meses para
familiarizarme con los escándalos que se suscitaban en la calle, desde mi
ventana oteaba a los clientes que entraban al cabaret con cierto misterio
saludando efusivamente al guardia de la entrada mientras lanzaban un vistazo
hacia el interior del establecimiento para cerciorarse del buen ambiente que
garantizaban los empresarios del lugar. Todo era un tanto intrigante.
Un día decidí despertar más temprano
de lo habitual para ir a la escuela, encontré en la calle algunos asiduos
clientes saliendo del cabaret abotagados por el sudor y con claras muestras de
dipsomanía. Conforme avanzaban el mareo producto del licor era evidente se
abalanzaban hacía la pared de alguna modesta casa afianzando cada paso sobre el
adoquín jadeando como el resuello de un violento homínido. Había perdido toda
noción de lo que antes era aquella calle embadurnada de excremento, tapizada de
violentos vómitos, humedecida por indulgentes micciones e impregnada por un
tortuoso olor que destilaba el cabaret: una rara mezcla de licor de uva con
desinfectante para sanitarios. Un día amanecieron en la puerta de la casa
huellas dactilares ensangrentadas que se desplazaban de un lado a otro como si
fuera el zarpazo de un oso.
Durante los fines de semana se
instalaron interminables filas de taxis invadiendo las adoquinadas aceras en
espera de algún cliente, a ello debo agregar la proliferación de modestos
establecimientos culinarios en cada esquina para atenuar las necesidades
famélicas que pudieran suscitarse. Aunque en un inicio los vendedores de flores
fueron los que controlaron el comercio informal, al poco tiempo llegaron todo
tipo de personas ofreciendo relojes baratos, mariguana, cocaína y meretrices.
El éxito del cabaret radicaba en un
espectáculo femenino que según mi padre contaba en reiteradas ocasiones a su
mejor amigo apodado El Diablo:<<Hay una dama que se quita la ropa
mientras baila indecentemente>>. Me resultaba difícil simular
tranquilidad durante las inusitadas visitas de los compañeros de trabajo de mi
padre no había fin de semana que no llegaran con el pretexto de una necesidad
execrable o realizar una llamada telefónica. Hubo un día donde el zaguán y
pasillo principal de la casa estaba tan congestionado que no cabía un alfiler,
dudo mucho que las pláticas de mi padre fueran el pretexto para visitarlo los
fines de semana. Todo esto tenía que ver con el cabaret. Muchos de ellos
engañaban a sus esposas argumentando resolver asuntos del trabajo. ¿Qué se
puede atender en una modesta casa los asuntos relacionados con la reparación de
la vía del ferrocarril? Empero, llegaría el día donde mi bisabuela haciendo uso
de su edad y soez vocabulario echó a cada uno de ellos a la calle.
Ahora que me encuentro en la tierra
de los muertos rodeado de sepulturas de cantera rosa oscurecida por el tiempo
casi todas ellas pertenecientes a familias adineradas decimonónicas comprendí
el empecinamiento de mi bisabuela por adquirir a como diera lugar ese lote para
ser sepultada tres metros bajo tierra a un costado de Arturo Castillo, sí de aquel
viejo bribón. Lo que siempre anheló en vida solo en la muerte consiguió.
El cielo empezó a oscurecerse de
forma angustiante haciendo más dramática mi estancia en el cementerio que de
vez en cuando mostraba sus eléctricas venas azuladas dotando a las tumbas de
sombras espeluznantes. Un aguador de los que predominan en todos los
camposantos llegó con una carga de agua para vaciarla sin el más mínimo respeto
sobre la lápida de Gabina Marques, como se llamaba mi bisabuela. De un
movimiento resuelto vertí un balde de agua en los floreros hasta hacerlos
arrojar los embalsamados insectos que el tiempo había sepultado, deposité dos
ramos de sus flores preferidas tratando de emperifollar su tumba como siempre
quiso que se mantuviera. El breve tiempo que pasé frente a su lapida recordando
su ser me inundaron de una indescriptible sensación de taciturna
alegría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario