martes, 30 de octubre de 2012

Despierta abuelo



Nadie tiene la certeza de que exista un lugar especial para un muerto excepto el cementerio: la vida y la muerte son inseparables, algo seguro que todo ser viviente experimentará en algún momento de su existencia en éste mundo. Desde que recuerdo son las defunciones las que azoran en mi vida sin que exista un respiro de certidumbre para mis conocidos. 
Aquel día no había manera alguna de asordinar el ruido que emitía el modular de la vecina, las canciones que interpretaba la cantante Gloria Trevi se podían escuchar notoriamente desde la calle. Sandra era la hija más pequeña de un matrimonio estable, aún no alcanzaba la década de vida; su cuerpo escuálido, como el de una lagartija, le permitía realizar con facilidad coreografías complejas que había memorizado de los videos que grababa de su cantante favorita.
Contra los deseos de su madre por mantener intacta su ropa había perforado sus medias e incrustado en sus blusas estampados de colores escandalosos. Sin embargo, la fascinación de imitar a la perfección a Gloria Trevi la condujo a esponjarse el cabello hasta dejarlo enmarañado imposible de peinar. No era raro que en fiestas familiares le concedieran permiso para presentar ante las miradas atónitas de sus tíos una imitación casi perfecta de la Trevi. Sus abuelos maternos habían llegado del norte para hospedarse por una semana en su casa, aquella ocasión toda la familia se reunió para recordar sus mocedades.
Me encontraba en la calle platicando cuando Sandra salió para invitarnos a todos para presenciar su espectáculo, nadie quiso todos fingimos estar ocupados. Su mamá asomó la cabeza entre la puerta para gritarnos que pasáramos, en un instante todos corrieron para evadir tal invitación, me quedé a solas y de frente con Sandra, no me quedó más remedio que pasar, tomar asiento y ser espectador de una estrafalaria imitación.
Podía ver cómo Sandra se alistaba para presentar por enésima vez su imitación de “zapatos viejos” andaba por toda la casa un tanto nerviosa en busca de un par de zapatos desgastados que no encontraba por ningún lugar. Encontró a su abuelo dormido en una cómoda mecedora de palma tejida en el pasillo que conduce al patio trasero. Sin desearlo lo despertó, el viejo abrió lentamente los parpados para enfocar la vista hacia la silueta que se paseaba frente a él, su mirada era taciturna, no esbozaba ninguna sonrisa pero sí una amargura interminable.
Renunciar a la vida agitada fue la recomendación que el médico sentenció a todos sus familiares para mantenerlo por más tiempo vivo ante el débil corazón que latía desde hace cinco años con extenuación. 
-¿Qué haces hijita?
-Preparándome para mi show abuelo.
-¿Qué show?
-De mi artista favorita.
-¿En qué consiste?
-Cantar y bailar. Quieres que te muestre.
-No es necesario prefiero dormir.
-Está bien.
Intempestivamente sonó el modular, Sandra salió corriendo del pasillo para llegar de forma violenta a la sala, hacía ademanes enérgicos, lanzaba patadas, daba saltos por los sillones, gritaba como loca. Inició su imitación.
Se adentró tanto en su personaje que fue directo al lugar donde se hallaba su abuelo, quien despertó sobresaltado, espantado. Enfadado dibujó una sonrisa estaba invadido por una extraña felicidad, Sandra lo sujetó de la mano y lo llevó a la sala donde todos aplaudieron, lo sentó en un cómodo sillón y le despeinó el poco pleno blanco. Su abuelo no paraba de reír mientras su descendencia veía con ternura a Sandra.
Terminó la pista. Los aplausos inundaron el recinto todos se arremolinaron hacia Sandra como si fuera de verdad Gloria Trevi. Nadie se había percatado del tiempo que pasó el abuelo con los ojos cerrados, imaginaban que estaba durmiendo como era su costumbre. No le dieron importancia.
Por su parte, Sandra se acercó con cautela para acomodarle su cabello plateado, sintió que su piel estaba fría, corrió directo a su recamara tomó una abrigadora manta, regresó y la colocó con cautela:<<Despierta abuelo, ¿estás bien?>>. No respondió. Asustada corrió con su mamá quien le dijo cosas feas entre ellas que dejara en paz a ese viejo. Nadie hizo caso. La última persona que se acercó fue su prima quien gritó fuera de sí ante el cuerpo inerte del abuelo. Acababa de fallecer.
Los servicios médicos no pudieron hacer nada por él, un paro fulminante al miocardio fue la causa del deceso. No hubo cena, recuerdos, ni buenos deseos entre la familia. Todo se resumía en lamentos, oraciones y lágrimas. Sandra jamás volvió a realizar su imitación pese a la insistencia de su familia, lo último que vio el abuelo fue a ella, y no quien lo llevó a la tumba. No me quedó más remedio que alistarme para el funeral aquella noche. 

miércoles, 24 de octubre de 2012

El ocaso de una nación convulsionada


 
La noche ha traído de algún lugar un frío insoportable, me encuentro en una céntrica calle aguardando el transporte colectivo urbano, no soy el único a mi alrededor una muchedumbre instalada en el desasosiego desea cuanto antes huir de un espacio geográfico destinado a la incongruencia; sería extraño vivir en una plenitud placentera donde la cordialidad fuese un convencionalismo propio de una sociedad educada civilmente.

En la actualidad la nación mexicana se encuentra inmersa en un proceso social que ha vulnerado a gran parte de la sociedad debido a la violencia que se ha incrementado en estos últimos tiempos.

Es cierto que una vida sin estudios ni empleo ni futuro ha estimulado en los últimos tiempos a más de uno a ganar dinero fácilmente, tener una vida sibarita y eludir a la justicia. El reclutamiento de jóvenes para alimentar las filas de la delincuencia organizada es más nutrido cada vez más: el desempleo, la falta de oportunidades académicas, culturales y físicas, ha propiciado que muchos de ellos ingresen a la mafia. Y desde ahí arrojar todo por la ventana por un efímero tiempo de excesos, una eternidad en prisión o una muerte satisfecha.

Esta imposición otorga el tono estrictamente social a las nuevas generaciones que se arrojan a la vida corta o a la prisión, la rebeldía ya no es sinónimo de resistencia, ni de lenguaje subversivo, ni mucho menos de manifestaciones sociales, políticas y culturales. ¿La democracia mexicana sólo sirve para continuar siendo pobres? Ahora todo se transgrede, la rebeldía ya no justifica ninguna ideología, ahora es la vida enconada la que sugiere pensar individualmente por el incierto destino que nos depara. Es el Estado que se resiste a reconocer su error, nadie es culpable de la situación alarmante en el país, pero sí de una cierta complicidad por no enfrentar la desoladora cotidianidad que nos arrasa. ¿Acaso nos corresponde esta guerra donde los jóvenes se asesinan entre sí?

Hoy más que nunca entablar un decoroso diálogo con la realidad que vivimos será apremiante, reconocer que las políticas sociales han sido encaminadas por el camino más sinuoso y accidentado no significa un acto de ingobernabilidad, por el contrario sería un acto de honestidad. La seguridad y justicia son temas que hoy en día se imponen, pese a la existencia de políticos que pretenden eludirla. Los tiempos difíciles vienen acompañados de incertidumbre, la inseguridad avanza y la paz se vuelve turbia. Evidentemente, el temor se instala en las esquinas de las ciudades, suena pesimista, lo sé, pero no encuentro expresión optimista que pueda cambiar la situación. El contexto social en el que estamos inmersos es abrumador, cada vez son más los inocentes que fenecen en medio de un fuego cruzado, los índices de violencia se incrementan desmesuradamente, la corrupción se presenta de manera onerosa y los robos son cada vez más inverosímiles.

No es posible negar que una importante cantidad de jóvenes asuman un rol importante en la política del país como emblema de los ideales de México, es en éste escenario donde esbozan una sonrisa para cambiar el destino de un país enfurecido que se erige sobre cadáveres. Los principios éticos se muestran como una alternativa para hacer frente a las incongruencias que nos han sumergido en la incertidumbre e impunidad. Estas palabras asumen la responsabilidad de iniciar una nueva época que se encuentra en el ocaso de su destino.

 

 

La fuga


 
 

Aún era de madrugada cuando salió el candidato de casa,  soplaba un viento frío que le provocaba titiritar con singular enfado. La oscuridad en la calle era densa no se podía ver absolutamente nada excepto una parpadeante luz procedente de una casona que a través de la polvorienta ventana emanaba como si fuera una luciérnaga a punto de extinguirse. La presencia del candidato por esos rumbos debió haber pasado casi desapercibida. Con pasos presurosos caminaron cerca de dos horas sobre los resistentes durmientes que los conducirían a la Estación Peñasco, lugar que se había acordado para llevar a cabo la primera parte de la fuga.

Durante la travesía no se tuvo mayores contratiempos exceptuando el hato de nerviosos borregos que se atravesaron sobre las vías cerrándoles el paso así como unos dolorosos rasguños que produjeron las filosas espinas de las ramas de mezquite que, agitadas por una ligera corriente de viento, se precipitaron de forma angustiante sobre el candidato. Además del puntual canto de los gallos, del mugir de algunas insomnes vacas y de los aullidos de una manada de famélicos coyotes, hubo un silencio sepulcral durante el camino.

Después de haber caminado desesperadamente el cansancio provocó en el candidato un estertor agonizante, con ánimos fingidos vislumbraron la marquesina de la modesta Estación que habían elegido como punto de salida, lo que fue desvaneciendo poco a poco los temores de ser aprehendidos. Sin embargo, el sentimiento de persecución que se apoderó de ellos fue difícil eliminarlo, imaginaban personas caminando detrás de ellos que al menor descuido se arrojarían sobre sus espaldas para derribarlos y aprehenderlos; de sombras que preferían ocultarse debajo de los inmensos matorrales para obstaculizar la travesía y caer en una estrafalaria trampa que los colocara de boca en el suelo tragando el polvo.

Cuando el cielo empezó a difuminarse con la aparición de los primeros rayos del sol, desde el horizonte se podía observar tranquilamente las formas caprichosas que adquirían las nubes sobre el Cerro de San Pedro. Antes de llegar plenamente a la Estación, donde se detuvieron por varios minutos para tomar un ligero descanso, el silencio que los había acompañado durante el camino se desgajó cuando el candidato musitó:

-Ahora sólo hay que esperar.

Eran las ocho de la mañana cuando arribaron a la instalación ferroviaria de Peñasco siendo percibidos por el escaso personal que se encontraba laborando en el andén. Uno de los encargados en atender la oficina de la Estación salió a tomar aire puro saludando al candidato como a cualquier otro ferrocarrilero: levantando la mano sin despegar la mirada del arcilloso suelo. Ante tal situación decidió hacer antesala bajo la sombra de un enorme y remachado tinaco laminoso que abastece de vital líquido a las locomotoras. No quería llamar más la atención de las miradas quisquillosas y desconfiadas.

El candidato daba muestras de confianza en el plan, sin embargo, su rostro se desquebrajaba revelando severos rasgos de cansancio y fatiga. A pesar de las largas jornadas físicas que acostumbraba llevar a cabo mientras vivió, bajo caución, en la ciudad de San Luis. La cotidianidad de verlo tranquilamente del brazo de su esposa caminando por las tardes en la Alameda o Plaza de Armas, se convirtió en palabras que él mismo repetía:<<En una gratificante rutina para el espíritu>>. Aunado a ello, sin dar muestras de temor alguno cuando se aventuraba a dar paseos a caballo conoció lugares alejados del bullicio y relajantes para él, como fue la Presa de San José. Obra hidráulica que consideraba como oportuna para hacer frente a las malas temporadas.

Por más de tres horas aguardaron impacientemente debajo del tinaco hasta que lograron distinguir la negra columna de humo que emergía desesperada de la locomotora aproximándose velozmente, disipando momentáneamente la angustia de ser encontrados. El estrepitoso silbato sonó tres veces anunciando su llegada, el candidato percibió que sus finos y empolvados zapatos tenían pequeñas espinas alrededor de la suela por lo que desencajó una a una hasta quitarlas por completo, exponiendo en tono sarcástico: <<Si todo fuera como esto>>.  

Poco a poco descendieron los excursionistas con canastas llenas de comida y un conjunto musical para amenizar el día de campo, el candidato aún ataviado de ferrocarrilero: overol, camisa a rayas y un pañuelo colorado atado al cuello, con ayuda de Julio Peña encontró el vagón que tenía la puerta abierta. Era la señal. Inmediatamente abordaron el vagón con ciertas dificultades al escalar los enormes estribos, ubicaron dos lugares que previamente habían escudriñado para sentarse, tratando de ocultar sus rostros pasaron por desapercibidos sin percatarse que en el mismo vagón viajaba… 

La voz aguda de un escandaloso ferrocarrilero anunciaba la partida, el silbato sonó tan fuerte que el chirriar de las enormes ruedas de hierro y la desparramada columna de humo que emanaba la locomotora advertían el éxito de la primera parte del plan.

Desde la ventanilla el candidato logró atisbar cómo una familia que había descendido segundos antes buscaban un lugar para pasar un día de campo, las mujeres señalaban con emoción hacia varios lugares sin lograr ponerse de acuerdo. Hasta que un joven de elegante corbata, peinado meticulosamente otorgándole a su cráneo un partido a la mitad comenzó a caminar hacia un descampado tapizado de dientes de león y de un raro césped color verde oscuro que matizaba con el azul turquesa del cielo, con las manos sumergidas en los bolsillos del pantalón y la mirada embarrada en el suelo se detuvo en medio de la nada esperando al resto de la familia que lo siguieron sin chistar. 

Al interior del pullman el encargado de perforar los boletos se acercó a los lugares donde se encontraban sentados los nuevos tripulantes; del lado de la ventanilla se encontraba el candidato que fingía estar dormido; del lado del pasillo Peña, quien limpió con un pañuelo el sudor que copiosamente emanaba su frente. El desvelado e iracundo encargado de perforar los boletos tocó despectivamente el hombro de Peña solicitándole con ademanes prepotentes los pasajes, los cuales extendió con su mano derecha advirtiendo:

-Éste es mi boleto… y éste el de mi compañero. Por favor no lo moleste está muy cansado.

-No me importa sí está cansado, sólo necesito los tickets caballero.

Con la cabeza recargada plácidamente sobre la acojinada almohadilla del asiento escuchaba con atención lo que decía Peña al encargado de revisar los boletos. De vez en cuando dejaba que el movimiento oscilatorio de la locomotora llevara su cabeza de un lugar a otro, como si fuera un péndulo. El empleado por su parte checó los boletos, los perforó, los regresó a Peña y continuó su camino por el angosto pasillo para pasar a otro vagón. En un acto premeditado cuando el candidato sintió que habían recorrido una distancia relativamente larga y que no se escuchaba más la voz del iracundo empleado entreabrió los ojos y empuñando con fuerza sus manos respiró tan hondo que la caja torácica empezó a abultarse, contuvo por varios segundos la respiración, exhaló con paciencia y dijo:

-Trata de descansar, no permitas que regrese el boletero me puede reconocer.

Ensimismado, el candidato se entregó a la tarea de recordar en lo más profundo de su mente el día que decidido recorrer tres estados del norte para dar fin a su campaña proselitista por la presidencia de México. Jamás se imaginó que su contrincante político fuera capaz de utilizar argucias tan perversas para impedirle la posibilidad de competir limpiamente durante las elecciones primarias y secundarias. Las garantías que el mismo Porfirio Díaz le había prometido para llevar a cabo su campaña sin ningún tipo de problemas se las llevaba el carajo.

Sin embargo, la fuga estaba en marcha, escapaba del lugar donde se lucubró un plan que, de tener el éxito deseado, habría de llevarlo a la silla presidencial, acabaría con el autoritarismo e iniciaría una nueva etapa en la vida nacional con el Sufragio Efectivo No Reelección. El viento frío que soplaba desde la madrugada desapareció casi por completo se podía ver hacía el oriente de la capital potosina la entrada de amenazantes nubes oscuras.

lunes, 22 de octubre de 2012

Tierra de muertos


Han pasado veinte años desde que feneció mi bisabuela y parece ser que los recuerdos que poseo se desvanecen conforme pasa el tiempo, como si el barlovento del norte erosionara sin en el menor escrúpulo mi pasado. De pie frente a la tumba de ella reviven sus regaños, sus amenazas, sus insultos y sobre todo sus cariños. Desde muy joven tuvo que migrar de Papantla, Veracruz, hacia San Luis Potosí más por una cuestión sentimental que por necesidad, gracias a los conocimientos gastronómicos que había adquirido en su pueblo natal le permitió encontrar trabajo como cocinera en un modesto restaurante de la carretera 57. El padre de sus hijos un viejo ferrocarrilero que la sedujo prometiéndole matrimonio la olvidó después de que ella se entregara en cuerpo y alma. Hasta que un día cansada por la incertidumbre decidió buscar al padre de su primogénito para que respondiera como ordenaban las costumbres de su terruño:<<Si no se casan al menos que reconozcan a sus hijos>>.  Instalada en el desasosiego mi bisabuela decidió permanecer en tierras potosinas con la esperanza de que algún día recapacitaría <<aquel viejo bribón>>, como solía llamarlo.

En la sala de mi apartamento conservo una fotografía de ella cuando era joven su atractivo no tenía punto de comparación, su elegante peinado y su tierna mirada fueron los elementos necesarios para ser captada por una rudimentaria cámara fotográfica, como si estuviera platicando desenfadada con alguien. No dejo de pensar en el destino, mi bisabuela se aferró a una idea a un capricho de los tantos que tuvo en el último lustro de su vida que mudarnos de aquella casa tan enorme no fue una decisión prudente. La tristeza que embargó las cuatro paredes a raíz de nuestra mudanza fue el aliciente de sus peores presagios que poco tenían que ver con su longeva vida.

La antigua casa que habitamos se encuentra en la calle Ignacio M. Altamirano, también conocida como el Callejón del Buche. La cercanía con el templo de Tlaxcala hacía más angustiante nuestra residencia en ese lugar: los constantes repiques, los pasos presurosos de las beatas y los pormenores halagos hacia mí madre, adquirieron un semblante alarmante para mi padre.

La vida en el centro histórico durante el día estaba cohesionada en torno a los numerosos comercios ambulantes, humildes comedores, clandestinas licorerías, casas de citas y burdeles. Aunque nunca había oído queja alguna sobre ello, no fue hasta que escuché las noctívagas risotadas femeninas que se filtraron por la ventana de mi habitación una noche de otoño. La música de una mal afinada orquesta interpretaba canciones idílicas sobre meretrices renuentes al amor verdadero mientras una voz cavernosa anunciaba cada hora a partir de la media noche la variedad para el próximo fin de semana estimulando una enloquecida concupiscencia entre los comensales por la vida nocturna. En el momento que el Salón México abría sus puertas la calle lucía más atractiva y segura, solo era necesario caminar unos cuantos metros sobre Eje Vial para encontrarse con el cabaret.

Tuvieron que pasar varios meses para familiarizarme con los escándalos que se suscitaban en la calle, desde mi ventana oteaba a los clientes que entraban al cabaret con cierto misterio saludando efusivamente al guardia de la entrada mientras lanzaban un vistazo hacia el interior del establecimiento para cerciorarse del buen ambiente que garantizaban los empresarios del lugar. Todo era un tanto intrigante.

Un día decidí despertar más temprano de lo habitual para ir a la escuela, encontré en la calle algunos asiduos clientes saliendo del cabaret abotagados por el sudor y con claras muestras de dipsomanía. Conforme avanzaban el mareo producto del licor era evidente se abalanzaban hacía la pared de alguna modesta casa afianzando cada paso sobre el adoquín jadeando como el resuello de un violento homínido. Había perdido toda noción de lo que antes era aquella calle embadurnada de excremento, tapizada de violentos vómitos, humedecida por indulgentes micciones e impregnada por un tortuoso olor que destilaba el cabaret: una rara mezcla de licor de uva con desinfectante para sanitarios. Un día amanecieron en la puerta de la casa huellas dactilares ensangrentadas que se desplazaban de un lado a otro como si fuera el zarpazo de un oso.

 Durante los fines de semana se instalaron interminables filas de taxis invadiendo las adoquinadas aceras en espera de algún cliente, a ello debo agregar la proliferación de modestos establecimientos culinarios en cada esquina para atenuar las necesidades famélicas que pudieran suscitarse. Aunque en un inicio los vendedores de flores fueron los que controlaron el comercio informal, al poco tiempo llegaron todo tipo de personas ofreciendo relojes baratos, mariguana, cocaína y meretrices.

El éxito del cabaret radicaba en un espectáculo femenino que según mi padre contaba en reiteradas ocasiones a su mejor amigo apodado El Diablo:<<Hay una dama que se quita la ropa mientras baila indecentemente>>. Me resultaba difícil simular tranquilidad durante las inusitadas visitas de los compañeros de trabajo de mi padre no había fin de semana que no llegaran con el pretexto de una necesidad execrable o realizar una llamada telefónica. Hubo un día donde el zaguán y pasillo principal de la casa estaba tan congestionado que no cabía un alfiler, dudo mucho que las pláticas de mi padre fueran el pretexto para visitarlo los fines de semana. Todo esto tenía que ver con el cabaret. Muchos de ellos engañaban a sus esposas argumentando resolver asuntos del trabajo. ¿Qué se puede atender en una modesta casa los asuntos relacionados con la reparación de la vía del ferrocarril? Empero, llegaría el día donde mi bisabuela haciendo uso de su edad y soez vocabulario echó a cada uno de ellos a la calle.

Ahora que me encuentro en la tierra de los muertos rodeado de sepulturas de cantera rosa oscurecida por el tiempo casi todas ellas pertenecientes a familias adineradas decimonónicas comprendí el empecinamiento de mi bisabuela por adquirir a como diera lugar ese lote para ser sepultada tres metros bajo tierra a un costado de Arturo Castillo, sí de aquel viejo bribón. Lo que siempre anheló en vida solo en la muerte consiguió.

El cielo empezó a oscurecerse de forma angustiante haciendo más dramática mi estancia en el cementerio que de vez en cuando mostraba sus eléctricas venas azuladas dotando a las tumbas de sombras espeluznantes. Un aguador de los que predominan en todos los camposantos llegó con una carga de agua para vaciarla sin el más mínimo respeto sobre la lápida de Gabina Marques, como se llamaba mi bisabuela. De un movimiento resuelto vertí un balde de agua en los floreros hasta hacerlos arrojar los embalsamados insectos que el tiempo había sepultado, deposité dos ramos de sus flores preferidas tratando de emperifollar su tumba como siempre quiso que se mantuviera. El breve tiempo que pasé frente a su lapida recordando su ser me inundaron de una indescriptible sensación de taciturna alegría.